Empieza a acortarse la luz del día, comienzan las noches frescas, comenzamos a ser conscientes del que otoño acecha, el verano se va y en el otoño se encuentran atrapados los recuerdos del verano.
Intentan poseer los últimos atardeceres plenos de luz y los momentos que pasamos. Si nos parásemos a mirar los recuerdos, veríamos que se asemejan a las hojas que yacen en el suelo y que desprenden reflejos dorados cuando la última luz de la tarde trata de iluminarlas. No nos damos cuenta, pero sus destellos están llenos de melancolía.
En otoño buscamos certezas en las que ampararnos, y así, sentirnos seguros ante la próxima ausencia de vida. Lo malo de encontrarlas es que hay que seguir buscando. Ellos lo saben muy bien, y por eso anidan en nuestra mente y se nos acercan al corazón aun cuando sabemos que ya no nos pertenecen. Vienen, se detienen y se van, dejándonos huérfanos de pasión.
Los recuerdos en otoño engendran encuentros huidizos y contactos aletargados. Dentro de ellos, nuestros deseos apenas se entrecruzan y huyen en busca de algo más verdadero y consistente. Sin embargo, no caen en el desaliento y siguen buscándonos. Se empeñan en apoderarse de nuestro momento más íntimo, se acunan para que no sentirse solos y perdidos …son tan generosos que se nutren de esperanza.
Los recuerdos en otoño expresan deseos que se tal vez se hagan realidad. Aletean sobre nuestras vidas de una forma caprichosa, son como una espiral en el camino que siempre terminan en un invierno frío, autoritario y desolador.
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